Dicen que cuando en Chicago quisieron recuperar las poblaciones de especies nativas, tuvieron que ir a la ciudad a buscarlas. La agricultura industrializada, que se extendió por los campos alrededor de la urbe, había acabado con la biodiversidad local y entonces, paradójicamente, algunas especies encontraron refugio en medio de la ciudad de Chicago, en sus parques y jardines. Aunque extremo, no fue un caso aislado; allá donde se impuso, la agricultura industrial homogeneizó cultivos y paisajes y acabó con las estructuras ecológicas y sociales que hasta entonces sustentaban unos sistemas territoriales integrados y complejos.
Desde hace un par de décadas, la agroecología se presenta como una vía para reconstruir esas estructuras y crear unas nuevas relaciones urbano-rurales basadas en la solidaridad y en la justicia social, aplicando los principios de la ecología a los sistemas productivos agrarios y persiguiendo un acceso más justo a los alimentos y a los medios de producción. A veces, incluso, llega a parecer que con la agroecología recuperaremos desde la sociedad la capacidad de disputar los espacios hegemónicos del poder.
(Artículo de Marian Simón Rojo y Andrés Couicero, publicado en El salmón contracorriente)
Agroecología y biodiversidad
El binomio agroecología y biodiversidad es indisoluble. La agroecología (que no es lo mismo que la agricultura ecológica), se apoya en la integración de los sistemas agrícolas, forestales y ganaderos, en una mayor variedad de cultivos con sistemas de rotaciones, en el manejo integrado de plagas, reduciendo el uso de combustibles fósiles y de productos químicos sintéticos, tanto fertilizantes como fitosanitarios y en el cierre de ciclo de nutrientes reintegrando al sistema los residuos vegetales y el estiércol.
El manejo agroecológico de los sistemas agrarios se apoya necesariamente en una gestión integrada de la biodiversidad, pues sin ella no serían viables. Frente al monocultivo propio de la agricultura industrial, la agroecología se basa en el policultivo. Como explicaban Altieri y Nicholls [1], los policultivos “reducen los riesgos de plagas y enfermedades, mejoran la calidad del suelo y hacen más eficiente el uso del agua y nutrientes, incrementan la productividad de la tierra y reducen la variabilidad de los rendimientos”. Así que, frente a la creación de grandes explotaciones con condiciones homogéneas, que permiten la mecanización y maximizan los rendimientos a corto plazo (y a costa de aportar gran cantidad de energía e insumos desde el exterior), la agroecología busca la creación y el aprovechamiento de situaciones diferentes de humedad, de temperatura, de nutrientes y de luz, que permitan el desarrollo de distintas especies y su complementariedad.
La agrobiodiversidad es pues una parte esencial de la biodiversidad. Tal y como la define la FAO, la agrobiodiversidad es el resultado de largos procesos de selección natural y de exploración inventiva de quienes vivían de la agricultura y la ganadería, de los bosques y la pesca, que fueron acumulando conocimiento sobre su manejo y decantando cuidadosamente las especies adaptadas a cada contexto específico.
Un zoo en el supermercado
En la actualidad “solo cinco especies alimentan al mundo” ya que, como denuncia la FAO mientras que a lo largo de la historia, el hombre ha cultivado cerca de 7.000 especies de plantas para el consumo, en la actualidad son solo cinco cultivos de cereales los que proporcionan el 60 % del aporte calórico global.
Mirando a nuestro entorno y olvidando esa cifra, podría parecer que, a pesar de todo, vivimos inmersos en una gran agrobiodiversidad. Al fin y al cabo, cada vez tenemos a nuestro alcance más alimentos y más variados. Pero si algo nos enseña la agroecología en su búsqueda de complementariedades y sinergias entre especies y sistemas, es que no basta con que una gran variedad de especies compartan el mismo espacio, solo tendrá sentido hablar de biodiversidad si se dan interacciones entre ellas. Un zoo es el ejemplo caricaturizado de máxima diversidad de especies con mínima interacción, mínima interdependencia y nula autonomía. Algo similar pasa con los supermercados, sus baldas están repletas de multitud de mercancías, prestas a potenciar primero y saciar después, nuestras ansias de consumo. Es una superposición de alimentos que no tienen ninguna relación entre sí a lo largo de toda la cadena productiva. Cada uno de ellos ha seguido un esquema lineal de producción y nos llega como un objeto desconectado tanto de la realidad física como de la realidad social de las distintas personas (cada vez menos) que han participado en su elaboración. De hecho, la única relación que tenemos con cada alimento es como objeto de consumo y mediada por el dinero. En cuanto a todos los actores que participan en la cadena, son perfectamente anónimos e invisibles.
Saltarse ese sistema de consumismo autista es lo que pretenden los movimientos gestados en torno a la creación de nuevos vínculos entre campo y ciudad, entre producción y consumo, desde la justicia social y ambiental. Grupos de consumo, cooperativas integrales, redes de apoyo entre productores/as y consumidores/as, movimientos por la soberanía alimentaria o plataformas sociales que, como Madrid Agroecológico, intentan contribuir a la articulación de esa miríada de proyectos emergentes, son la respuesta ciudadana que puede hacer real la transición agroecológica y biodiversa en un futuro próximo.
Agrobiodiversidad en el discurso político
Al tema de la biodiversidad, los organismos internacionales llegan tarde, pero llegan. En 2011 se publicó la “Estrategia de la Unión Europea sobre la biodiversidad hasta 2020: nuestro seguro de vida y capital natural”. El título no puede ser más expresivo, hay consenso en que la biodiversidad nos protege y hace a los ecosistemas y a nuestras sociedades más resilientes ante las perturbaciones. La biodiversidad es esencial para el desarrollo y el bienestar humano y su preservación está en la agenda política. Empezó a abrirse camino hace dos décadas, cuando se fijó 2010 como la fecha límite para detener la pérdida de biodiversidad. Pero 2010 pasó y la biodiversidad del planeta sigue menguando; ahora el hito es 2020, cuando se espera que se logre minimizar la erosión del patrimonio genético y se preserve la diversidad genética, también la de las plantas de cultivo y animales domésticos. La FAO cuenta con una Iniciativa Internacional para la Biodiversidad de la Alimentación y la Nutrición, una suerte de guía sobre buenas prácticas encaminadas a preservar los recursos genéticos vinculados a los sistemas agroforestales para la alimentación.
Puede que se hayan logrado avances sustanciales en la preservación de variedades y razas a través de los bancos genéticos, pero Naciones Unidas alerta de que queda mucho por hacer en la preservación de la biodiversidad in-situ. Por ahora, son los sistemas campesinos (tanto los tradicionales como los emergentes) los que se están ocupando de mantener la biodiversidad en el entorno agrario y la agroecología trata de profundizar en ese camino.
En cualquier caso, está claro que pasar del discurso político y las declaraciones grandilocuentes en favor de la biodiversidad y de la agricultura “sostenible” a la práctica, no está exento de contradicciones. Asociar, como hace Naciones Unidas, la conservación de la biodiversidad en sistemas agrarios a una gestión sostenible apoyada en certificaciones ecológicas, no puede por menos que despertar suspicacias. La pérdida de agrobiodiversidad (y de las estructuras sociales y del conocimiento que la manejaban) es resultado directo de la difusión de la agroindustria y del modelo agroalimentario globalizado, que también alcanza a ese sistema de certificaciones. Así que tiene sentido preguntarse ¿se puede transitar a un modelo sostenible que recupere la agrobiodiversidad sin cambiar el sistema económico?
¿Necesitamos otra revolución verde?
La preocupación por la seguridad alimentaria se extiende por todos los ámbitos, ya no es solo cosa de los países empobrecidos. Se prevé que en algunas zonas de los países desarrollados la productividad agrícola disminuya entre un 20 y un 40% debido a los efectos del cambio climático. La presión sobre los recursos naturales es cada vez mayor. Tenemos como sociedad un reto global, que algunos ven también como una posibilidad de negocio global.
Dicen que los hijos de aquellos que impulsaron la agricultura industrializada, hoy andan embelesando al mundo con las bondades de la agricultura climáticamente inteligente. También ellos afirman que la agrobiodiversidad desempeñará un papel crucial en la lucha contra el hambre, puesto que garantiza la sostenibilidad medioambiental y permite, con unos manejos inteligentes, aumentar la producción de alimentos. Su nombre en inglés es Climate Smart Agriculture, CSA por sus siglas. CSA significaba hasta ahora Agricultura Apoyada por la Comunidad (Community Supported Agriculture). Nos tememos que no es casualidad que hayan decidido apropiarse de unas siglas que respondían a un modelo alternativo de relaciones y compromisos entre consumidoras/es y productoras/es. Nos podemos preguntar quién gana con la confusión y con el ninguneo de la agricultura apoyada por la comunidad. No sería extraño que pronto los documentos sobre agricultura climáticamente inteligente empezaran a estar plagados de referencias a la agroecología, lo mismo que los documentos de las estrategias europeas.
Quienes son capaces de recordar, nos previenen para que no caigamos en la euforia al ver que la agroecología permea las instituciones, porque puede que solo llegue el nombre y se pierdan los principios en el camino. Estamos sobre aviso, pues ahora ya sabemos cuan grande es la capacidad del poder para apropiarse de los conceptos y adulterarlos, despojándolos de su capacidad transformadora.